Ganadores II Mundial de Escritura

 

SEGUNDO MUNDIAL DE ESCRITURA

TEXTOS GANADORES

 

CATEGORÍA GENERAL

 

EQUIPO GANADOR: Azules

 

PRIMER LUGAR Y GANADOR VOTO DEL PÚBLICO 

 Abuelita

Rommel Manosalvas (Ecuador)  

Equipo Azules

  

Abuelita es una hiena de ojos negros. Duerme en el jardín bajo un aguacatero nacido de una pepa gorda. Abuelita se lame la piel curtida y le aúlla a la luna. Desde mi habitación, en medio de sombras nudosas, la veo tragarse puñados de tierra. Mamá la encadena a los árboles, a los postes, a una varilla embebida en un dado de hormigón, como si fuese una perra. La sujeta con una cadena de eslabones gruesos con la que se envuelve en las tardes calurosas antes de quedarse dormida. Entonces mamá aprovecha para cambiarle el agua. Una vez intenté acercarme y me mordió con tal fuerza que me hizo sangre. Corrimos a urgencias. Me cosieron las brechas abiertas por sus dientes falsos. 

«¿Quién le hizo esto a su niño, señora?» «¿Qué clase de animal tiene por madre?»

Mamá me dice que la abuela ha vivido tanto como el aguacatero. Antes, cuando el bochorno golpeaba la casa, se amurallaba ahí; se agazapaba entre las raíces y hablaba con los chanchitos de tierra. Andaba desnuda, despojada de abrigos, sacos de lana basta y enaguas. Se desprendía de todo menos de su bastón, que era su tercera pierna, hasta que comenzó a arrastrarse sobre la hierba amarilla.

 Mamá llora y abuelita la llama puta, le escupe, le avienta piedras. Por las noches dejaba su dentadura sobre el lavabo, en un frasco con agua donde flotaban restos de comida, escindidos por la luz naranja de los postes. Había días que me quedaba observando durante horas los dientes de la abuela, pensando en los nenes del laboratorio de biología en sus cunas de formol. Por las mañanas, abuelita merodeaba por los pasillos arrastrando los pies. Respiraba pesadamente tras las puertas cerradas, golpeaba el vinil con la base de su bastón negro. Se calzaba sus dientes sucios para comerse el contenido de la nevera: salchichas, huevos crudos, alitas de pollo sin descongelar. Queso hediondo de tres meses. Se tragaba todo con tal avidez que temía que perdiese el control y comenzara a devorarse las paredes, las mesas y las cortinas.

Un día llegamos a casa y la encontramos masticando una vieja foto del abuelo.  

Un día mamá intentó acercarse y le mordió con tal fuerza que le hizo sangre.  

Desde entonces vive atada en el patio.  Desde entonces no se saca su dentadura postiza.

 «¿Qué puedo hacer?» chilla mamá al teléfono. «Si lo intento me deja sin dedos. La otra vez fueron seis puntos, Amparo. ¡SEIS!» 

A ratos espío cómo se arranca mechones de cabello y se los come, desnuda bajo el fresco del aguacatero, con los chanchitos de tierra entre sus piernas. Pareciera que hablara con los chanchitos. Hay días en que tengo ganas de golpear su cabeza con un palo de escoba. Quisiera reventarle los dientes con la puntera de mis botas.  

Pobre abuela.  

Desde hace un tiempo ya no se mueve tanto. Se la pasa con los insectos sobre camas de tierra negra al pie del aguacatero. Se enreda la cadena de eslabones gruesos en el cuello y quiero que se ahorque, que le queden marcas, como la media luna dentaria que me dejó en la pierna. Cuando se vuelva nada, aún quedarán sus dientes. La miro y sigue ahí, a la sombra del árbol, mascullando obscenidades y tragándose enormes puñados de tierra.  

Desde la ventana, se parece cada vez más a un gusano enorme.

 

 

SEGUNDO LUGAR  

 

Área de cobertura 

 Ignacio Valente (Argentina)  

Equipo La Pregunta No Es Dónde

 

 Omar conducía su camión por la ruta, en la noche prematura de invierno, con la radio a todo volumen. El teléfono, quizás, llevaba un rato sonando. Atendió recién al ver, por el rabillo del ojo, de casualidad, que la pantalla se iluminaba.

 —Hable –dijo. 

 —Sí –respondieron del otro lado–, ¿Oso Activo?  

Omar bajó la música. 

 —¿Eh? –preguntó, con una mueca de fastidio.  

Tras un breve silencio vacilante, oyó: 

—Hola, sí, ¿Oso? 

—Negativo –contestó Omar. Y cortó.  

A los pocos minutos, llamaron de nuevo.  

—Hable.  

—Busco al Oso Activo.  

Esta vez, Omar cortó directamente y subió la radio, como si regresar a un estado previo anulase aquella interrupción y cualquier otra posterior. Pero la maniobra no surtió efecto: el celular volvió a sonar. El camionero reconoció el número.  

—Hable.  

—¿Oso Activo?  

Omar pensó, entonces, que podía tratarse de un chiste. De esos en que las cosas ocurren tres veces antes del remate.  

—¿A quién buscás, nene?  

Por la voz, calculó que el otro no tendría más de veinte años. Apostó a que la palabra nene iba a intimidarlo.  

—Busco al Oso Activo –insistió el chico.  

—Estoy laburando. Dejate de hinchar las pelotas, o voy y te rompo el culo.  

El chico se rió con cierta incomodidad.  

—Vos sí que vas al grano, eh –dijo.  

—Quién carajo habla –repuso Omar–. De dónde sacaste mi número.  

—Estoy cerca de Chascomús –respondió el chico–. En una estación de servicio.  ¿Por dónde andás?  

—Quién te dio mi número –repitió Omar, gritando por encima de la radio.  

—Nadie. Dale, vos sabés.  

—No, no sé.  

—Estoy en el baño.  

—Ahá.  

—Dejaste tu número acá.  

—Dónde.  

—En la pared. En el meadero.  

—Por qué no te vas a la puta que te parió, pendejo —dijo Omar. Y cortó.  

Subió la radio y fue calmándose de a poco. Se distrajo con los carteles publicitarios que se deslizaban a un costado de la ruta. Botas de trabajo. Alfajores artesanales. Compañía de seguros. Conduzca despacio. Vote. Trajes de baño. Lácteos. Piletas. Disponible. Bingo. Disponible. Cementerio privado. Relojes.  

El teléfono, de nuevo. Ahora se deslizaba sobre la butaca del acompañante con cada vibración. Omar atendió y puteó al chico de arriba a abajo. De un tirón. Sin parar a tomar aire.  

Al otro lado de la línea, sólo se oía ruido ambiente y el agua de los mingitorios.  

—¿Y? Hablá, boludo –ordenó Omar.  

El chico recitó un número de teléfono.  

—¿Es ese? —preguntó luego.  

Omar inhaló largamente. Mantenía las muelas apretadas. 

—Mirá –dijo, esforzándose por hablar con calma–. Estoy manejando. Soy camionero. Trabajo para un frigorífico. Algún pelotudo, compañero mío, debe haber parado ahí y escribió eso para joder.  

El chico no respondía.  

—Borrá el número –dijo Omar.  

Casi le dice que buscara otro grafiti. Que las paredes de los baños están llenas de propuestas por el estilo. Que seguro iba a encontrar algo que le gustara. Pero solamente agregó: «Tachalo. Por favor».  

—Okey –dijo el chico y, en esta oportunidad, fue él quien puso fin a la comunicación.  

Omar continuó manejando. El cielo estaba completamente cubierto y las nubes, bajas, prometían tormenta.  

Unos kilómetros más tarde, el indicador del tablero marcaba que el tanque estaba casi vacío. Omar paró en una estación de servicio y, mientras un playero preparaba el surtidor, fue al baño.  

Se preguntaba si el chico lo habría llamado desde aquella misma estación. Era poco probable: faltaba todavía bastante para llegar a Chascomús. Mientras meaba, se fijó si veía su propio número de teléfono en la pared de los mingitorios.  

Nada. Había, en cambio, grafitis a favor y en contra de algún club de fútbol, los infaltables dibujos de pijas y alguna arenga política. Nada más.  

Cuando salió, llovía con furia. Pagó al playero, corrió hasta el camión y trepó a la cabina. Encendió la calefacción y, mientras entraba en calor, miró por la ventanilla.  

Un perro andaba por la banquina, tratando de ponerse a resguardo.  

Omar sacó el teléfono y buscó el número del chico en el historial de llamadas.  Escribió un mensaje de texto: «¿Lo tachaste?», y lo mandó.  

La tormenta no cedía. Era peligroso reanudar el trayecto. Omar siguió esperando. El teléfono permanecía mudo. Volvió a escribir: «Cómo llueve». Pero se arrepintió y lo borró. Dejó el teléfono sobre el asiento del acompañante.  

Esperó.  

Seguía sin sonar.  

Se preguntó si estaría dentro del área de cobertura. Revisó, por si acaso, la casilla de mensajes. Nada. Escribió otro: «¿En qué estación...» Pero lo borró, también, antes de completarlo.  

Apoyó el teléfono en el tablero, boca abajo.  

El campo se disolvía tras la cortina de agua interminable.

 

 

TERCER LUGAR   

Pileta  

Martín Finkelstein (Argentina)  

Equipo Rubor Color Pudor

 

Un domingo de febrero, a eso de las siete, siete y media, es el mejor momento para estar en la pileta del club. Febrero porque aunque todavía hace calor, el verano ya dejó de ser novedad. Y domingo, porque los domingos a esa hora ya no queda nadie. Si no fuera porque nuestros papás quisieron hacer un asado en las parrillas del fondo, Marina y yo tampoco estaríamos acá.  

La pileta está desierta y así vacía no parece tan grande ni tan profunda. Igual, por más que sabemos nadar, nunca vamos hasta donde no hacemos pie; menos ahora que ya no hay nadie en la silla de vigilancia. Miro para los costados y veo que tampoco queda nadie en la zona de las reposeras. Mamá fue clara: nos podemos quedar hasta que se ponga el sol; de ahí agarramos la ropa que nos dejó doblada en la reposera, nos cambiamos en el vestuario y vamos para las parrillas. No podemos estar paseando por el club.  

También nos dejó los palitos para bucear. Son unos palitos duros de colores con el número negro impreso en un círculo blanco; originalmente iban del 1 al 10. Nosotras tiramos 9 porque uno se perdió y porque así es mejor: si no, puede haber empate y no se sabe quién ganó.  

Las reglas son simples. Hay que ponerse de espalda en el borde de la pileta e ir tirándolos para atrás con los ojos cerrados. El último lo tiramos juntas. Nos quedamos diez segundos de espaldas al agua y contamos en voz alta hasta que se terminan de hundir; recién ahí, nos tiramos a bucear. La que encuentra más palitos gana.  

Por mis manos arrugadas y los ojos rojos de Marina supongo que ya debemos ir muchas vueltas. Aunque le llevo solo un año, el juego no es parejo: la desorientación de mi hermana es demasiada ventaja. En una de las vueltas me dedico a mirarla. La veo nadar frenética hacia una zona vacía, braceando angustiada para pescar el palito ganador. Salimos a respirar juntas y la miro palpar a su alrededor, incrédula, antes de volver a zambullirse desesperada. La quiero dejar ganar pero no me sale reprimirme: canchereo un poco y levanto el palito que tengo al lado con los dedos de los pies.  

No sé bien cómo surgió todo. Puede ser que haya tenido la idea en la cabeza desde siempre. Tal vez la imagen de los palitos hundiéndose haya tenido algo que ver; no lo sé. De alguna forma u otra, empiezo a tener la idea de sostenerle la cabeza abajo del agua: me da curiosidad. Soy más alta, más fuerte y aguanto mucho más que ella sin respirar, así que no debería ser difícil. En una de las vueltas estoy a punto de hacerlo; pero cuando estiro la mano, ella sale sin verme para el lado de las escaleras. Se levanta del agua triste, con las manos vacías, y yo me arrepiento de inmediato.  

Jugamos un par de vueltas más pero no me puedo concentrar. Tengo frío y mis propios pensamientos me hacen temblar aún más. Tengo miedo que Marina me escuche pensar. Le quiero pedir perdón, pero pienso que no me va a entender y no podría ponerme a explicar. Me insiste para seguir jugando y acepto, aunque ya casi no hay sol. Contamos hasta diez y salgo disparada tratando de juntar los palitos lo antes posible, no quiero estar ahí. Ya debo ir cuatro, cinco, cuando veo el palito rosa liberado. Nado apurada, estiro la mano y lo agarro fácil. Salgo a respirar y mi hermana me pasa nadando cerca, bien pegada al piso azul.  

Sin pensarlo, suelto los palitos, me zambullo rápido y la empujo contra el fondo de la pileta. Sus palitos se le escapan de las manos y se mezclan obedientes con los míos. Al principio no reacciona, pero después empieza a mover los brazos dando manotazos que, si me pegan, no los siento. Lo que sí siento es su pelo y su cara aplastada contra el piso azul. Presiono un poco más y la siento mover las piernas desesperada. No hago ningún esfuerzo para pararle las patadas que me da, por más que podría inmovilizarla fácilmente. Sigo presionando y siento ahora la dureza del piso en mi mano, como si su cabeza no estuviese ahí. Me parece que no pienso en nada, lo único que me llama la atención son las burbujas que se arman. De a poco van perdiendo fuerza, pero igual me nublan la visión.  

No sé por qué lo hice, pero la solté a tiempo. Salimos juntas del agua, sin aire las dos. Me miró con una cara que no podría volver a ver. No lloró. No dijo nada ahí, ni le contó nada a mis papás: yo también me quedé muda.  

Salimos de la pileta y agarramos la ropa que estaba en la reposera. En el vestuario nos cambiamos las mallas sin hablar. Después nos fuimos directo para el lado de las parrillas, como nos había indicado mamá.

 

 

GANADORES CATEGORÍA HASTA 18 AÑOS

 

EQUIPO GANADOR: Bibliófilos

 

PRIMER LUGAR

Morir así parece sagrado

Autora: Milagros Porta

Equipo: Ballet Cósmico

 

Después de un rato, el caos puede volverse un estado de cosas. Afuera solamente veo rojo, naranja, amarillo: se forma una gama fascinante de colores cuando explotan los autos y otro árbol se quema entre la gente que aplaude.    

Subimos antes de que llegue el fuego a nuestro barrio. Desde la terraza se ve todo, la casona está muy bien ubicada. Apenas nos llega el humo, por ahora. Papá me ofreció quedarme en su casa, “sólo nos tenemos a nosotros”, y ahora me ceba mate mientras se arma el tercer porro del día. Se tira agua hirviendo en la mano. Disimulo mi sonrisa. Por suerte se quemó él, y no la yerba. El viejo da un salto y me mira como si el agua se me hubiera caído a mí. Ya no sabe ni en dónde está parado. Aunque podríamos estar en cualquier parte: el paisaje, acá o en Moscú, va a ser el mismo.   

Me asomo a la calle para ignorarlo. La gente todavía está marchando, en procesión. Ahora empiezan a corear unas canciones que repiten siempre la misma estrofa. Pero son festivas, como de carnaval. Los noto alegres. La mayoría, deformados por el fuego, lloran, gritan. Agradecen. No sé por qué no bajo y los sigo. Morir así parece sagrado. Chupo la bombilla del mate y lo revoleo a la calle, asomada desde la baranda. Viéndolos, todo lo que alguna vez quise me parece una idiotez: la casa de mamá, el terreno en Tigre, esta misma terraza, y el mate que ahora estalla contra la vereda, avivando apenas las llamas. Papá y yo nos vamos a morir como voyeurs, mirando desde acá la verdadera muerte. Fuimos prolijos: dejamos todas las hornallas encendidas. Cuando el fuego las alcance, se acabó para nosotros.

 Papá saca un sobre con dos píldoras negras. Se traga una en seco, me ofrece la otra. “Yo me quiero morir como ellas”, le respondo, “con el fuego de las hornallas”. Estoy mirando a un grupo de señoras que baila frente a un auto detonado. Pareciera que se están fundiendo una con la otra por las brasas. Desde acá veo una mujer con muchos brazos y cabezas, una gran señora incendiada. Papá quiere contestarme, pero está muy fumado y se empieza a reír. Entonces busco con los ojos a los jacarandás de la vereda de enfrente. A esta altura del año se llenan de flores; ahora solo tienen puntos rojos, naranjas, amarillos. 

 Trato de acordarme de algo, algún recuerdo, alguna cara, que me saque de este estado de apatía y fascinación. Yo la quise mucho a mi abuela –cosas como esa quiero pensar. Pero no hay nada: ¿Quién se quiso en esta casa? ¿Qué recuerdo le puede ganar a la visión de los cuerpos quemados?     

Ahora detonan dos autos más y la gente festeja. Por qué digo la gente si yo también lo disfruté, es como pirotecnia pero sin sentir culpa por ninguna mascota. Total se van a prender fuego, como todo. Papá me mira buscando complicidad: “Son indios”, dice, y le da otra pitada al porro. Se ríe atragantándose, tose. Ahora tengo ganas de que el fuego se lo coma, verle la carne deformada, el cráneo como último gesto de ironía: un muñeco de huesos con traje de marca, patético y triste. El humo nos rodea y ya no puedo parar de toser, pero me encanta.   

Reconozco la canción que están cantando. Es de la cancha. Papá me mira con asco mientras la coreo a los gritos. “Dónde aprendiste esa grasada”, suelta entre risas nerviosas, y abre mucho los ojos enrojecidos. Yo le canto a medio metro de la cara mientras se parte el tronco de un jacarandá vencido, vuelto mugre y ramas negras, y ya no me sorprende estar sintiendo este deseo tan majestuoso de que todo arda.

 

 

SEGUNDO LUGAR

la peor resaca es la de las palabras incorrectas   

Autora: Josefina Gómez  

(Ganadora del tercer lugar y Premio Voto del público en el I Mundial de Escritura por el texto “hoy te tengo cariño”)

 

 

todo lo que me gusta

está quemado  

o marchito

alguien hizo pis   

en mis flores  

y revoleó el florero

por la ventana

después de profanarlo  

¿el mejor escape es romperse en mil pedazos   

sobre el pavimento? 

 

corrí a buscarlo

no me di cuenta

que mis intentos estaban estancos   

mis pies enterrados

en vómitos de colores

las lágrimas de las parejas

que se dejaron en el living de mi casa 

 

lo peor de la noche es

que te hace sentir infinita   

cósmica

pero cuando sale el primer rayo    

de sol

hay que salir corriendo

para no volverse polvo

hay que jugar a la cenicienta   

hay que evitar    

a toda costa

la metamorfosis de las percepciones 

 

de lo que te dije todavía

me quedó un gusto amargo   

a pomelo pasado

la peor resaca es

la de las palabras incorrectas   

ácidas, quizás

rosas 

 

tiré todo

jugué a envolver

patiné con saliva ajena

guardé una botella de bombay sapphire   

está rasgada pero trasluce azul

la doy vuelta encima de una lamparita   

le rezo a la luz

la cuido porque me hace   

pensar en mí

no quisiera que me desechen   

por mis tajos

o mis colores

que me guarden con pena   

como un adorno inútil 

 

no me da miedo

quedarme dormida al sol

no me quema

no me da miedo

tomar una botella entera de vodka   

no me quema

no me da miedo

abrir la puerta del baño   

encontrarme con una obscenidad   

la erótica de la traición

no me quema

yo soy el fuego 

quemo a lxs demás

 

alguien gritó golpista   

lo dijo tan alto

sentí que apretó   

bloq mayus   

de las cuerdas vocales

la violencia suena parecido

a una maceta cayendo

de un quinto piso

sin que nadie la vaya a buscar   

alguien apagó la música

se escucharon

las pitadas de los cigarrillos   

los ecos de las mentes

la luna escondiéndose 

 

me quedé encerrada en el baño   

no pedí rescate ni ayuda   

busqué lo espontáneo

encontré forros usados

el inodoro lleno de purpurina   

un gatito en la bañera

y el desastre en el espejo 

 

almorcé y cené sola

la compañía

son animales de zoológico   

encerrados   

en jaulas de cristal

 

me bañé para sacarme los brillos   

las manchas

los vestigios de una noche   

cuando ya salió el sol

están a la vista  me expongo

ante los vecinos pero nunca   

ante mí misma 

 

¿cómo se cierra una herida   

que nunca se abrió?

me arranco la piel

corto el pasto de la plaza   

como con las manos   

pego flores sobre cartones   

así y todo

no logro entender

cómo sanar un corazón   

o al menos   

cómo romperlo 

 

contesté mensajes

que manda una máquina,   

impersonales

barrí el polvo

lo arrastré abajo de la heladera   

tapé el sol con la mano

hice ruidos raros

para que los vecinos escuchen   

pregunten por mí

después me acordé

vivo sola

en una calle sin salida 

 

ordené todo

tardé horas

asistí a la fiesta

de la prolijidad de mi hogar   

tomé un vaso de agua   

desordené todo otra vez   

para sentirme dueña   

de mis propios desastres 

 

mi abuela le pone 

alcohol a la basura   

perfuma los restos   

quise hacer lo mismo   

no encontré   

algo que no fuese  

un resto

ahora mi casa   

es inflamable 

 

me pediste casamiento   

con aliento a marihuana   

una bermuda agujereada   

y cumbia de fondo  

te dije sí

sólo porque quiero   

ser joven y divorciada 

 

prendí la hornalla

puse leche en un jarrito 

cucharadas de miel

salí de casa

no apagué el fuego   

necesitaba volver

y contemplar

la explosión de dulzura. 

 

 

TERCER LUGAR

 Creo que no voy a preguntarte tu nombre  

Autora: Eva Gadano

Equipo Martín Wilson 2punto0

 

 —We are the robats   —trató de cantar Franca con su mejor acento alemán mientras terminaba de hacer pis. Su novio fumaba un pucho en el auto y ella había decidido ir al baño aunque no tenía demasiadas ganas.  

 —Du du da du —dijo Manuela con tono de desconocida.

 —¿Estabas acá desde antes que yo o no te escuché entrar?

 —Estaba desde antes, estoy hace un rato largo. Ya terminé de hacer pis pero me distraje leyendo los mensajes de las paredes y después con lo que estabas cantando.

 –Ah, ni los había visto. Ando medio distraída —dijo Franca, prestándole atención a las cosas que llenaban las paredes de su cubículo. Ya casi ni quedaba espacio donde se viera la pared y le hizo acordar a cuando de chica su vieja la retaba porque le decía queso con fideos a los fideos con queso y se gastaba todo el Reggianito— Tengo uno que dice “Fabi y Rama. 2016. 2 meses de viaje” –dijo.

 —Yo uno “Vale y José. 2013. Mes y medio de viaje en un Gol gris.” Está ya bastante gastado, casi ni se lee —dijo Manuela.

 —“Tu vieja y tu hermana. 2017. Vayanseacagar” —dijo Franca, soltando una risita— O “Juli y Juli. Sí, me llamo Julia y él, Julián. 2 semanas de viaje en un Ford Fiesta”.

 —Acá hay uno más picante —dijo Manuela— “Me estoy llevando para el orto con mi novio y nos quedan dos semanas de viaje hasta Capital. Encima estoy embarazada y vomitando en este baño de mierda. Todavía no le dije.”

 —¿Alguien le contestó algo? —le preguntó Franca.

 —No. ¿Querés contestarle vos?

 —Bueno —dijo—. Le diría: “tranquila amiga, si te hacés la dormida y pones mucha música el viaje se pasa rápido. Con el tema de los vómitos recomiendo que compres chicle en el quiosquito cuando salgas” —pausó—. Y el embarazo… no sé. ¿Vos qué le dirías?

 —Supongo que le avisaría que tiene hasta las 12 semanas para abortar. Bah, ¿son doce, no?

 —Creo que sí. No estoy muy segura. Si tuviera señal lo googlearía.

 —Gracias —le respondió Manuela. Franca todavía no había podido descifrar si estaba en el cubículo de al lado o uno más lejos. Había decidido que agacharse y fijarse era demasiado peligroso—. Además creo que le diría que espere a llegar a Capital para contarle al novio.

 —Esa es buena también —dijo Franca—. Igual, ahora que lo pienso, no tiene mucho sentido contestarle porque esto no es como, no sé, los baños del colegio donde hay aunque sea una mínima posibilidad de que lo vea y te vuelva a contestar. Acá pasás una vez y nunca más. 

 —Sí, tenés razón, es una cosa de una vez —le contestó Manuela—. La Shell del kilómetro 2745 de la ruta 40 —agregó. Hubo un momento de silencio y le pareció escuchar el sonido de una gotita cayendo de alguna de las canillas.

 —¿Decís que Fabi se estaba llevando bien con Rama? Yo llevo tres semanas y ni me imagino dos meses —dijo Franca—. Quizá lo puso más como con esperanza. ¿Y si lo hago yo también?

 —Podrías.

 —No tengo marcador. ¿Vos tenés de casualidad?

 —Sí, tengo un sharpie rojo que anda bastante para el culo —dijo Manuela, después de un segundo de pausa—. ¿Te sirve?

 —Sí, obvio —contestó. Manuela le pasó el sharpie por el costado del cubículo y Franca pudo confirmar que estaba directamente al lado. Una simple pared las separaba. Seguro si le pegaba masomenos fuerte la podía romper. Mientras escribía, el ruido del marcador contra la pared era el único en el baño—. Listo —le dijo, devolviéndoselo—. ¿Vos estás viajando sola?

 —No, con mi novio también.

 —Ah… ¿Y no se estará preocupando de que estás tardando?

 —No creo. Igual quiero quedarme un rato más acá me parece. 

 —Ah, bueno —dijo Franca—. Yo creo que arranco ya.

 —Okey.

 —Creo que no voy a preguntarte tu nombre.

 —Creo que yo tampoco —dijo Manuela, y hubo otra pausa donde ambas se terminaron de acordar de que no se conocían.

 —Ah y creo que también le diría a la chica que esté tranquila, que va a estar todo bien.

 —Okey. Ahora lo escribo todo.  —Chau —dijo Franca, abriendo la puerta del cubículo.   —Chau, suerte —dijo Manuela. Escuchó un par de pasos, el agua corriendo, el agua dejando de correr, y la puerta del baño cerrándose. Escribió con el sharpie rojo en la pared, y cuando había pasado una buena cantidad de tiempo salió de su cubículo, se mojó la cara, agarró el paquete con dos chicles Beldent de menta que había aparecido en la mesada, y salió del baño.

 

 

TEXTOS FINALISTAS DEL II MUNDIAL DE ESCRITURA

 

Escribir comentario

Comentarios: 0