Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

 

 

Bienvenida poesía de lo que no se termina de decir

 

por Santiago Llach

 

Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo, el 14 de septiembre de 2019 en Club Lucero, Palermo.

 

Las chicas no lloran, de Olivia Gallo, es un libro de cuentos sobre la audacia y el desgano de la juventud, sobre cuando se es inmortal y cuánto duele crecer, sobre las relaciones peligrosas, sobre la madre y el padre, la amistad y las metáforas del día y de la noche. Es un documento de la inteligencia sensible de la generación centennial.

Sus cuentos son epifánicos; revelan, no explican.

Siempre me sorprendió su madurez, como si fuera una anciana sabia en el cuerpo de una joven.

Casi como si contara el cansancio de vivir antes de haber vivido.

Los cuentos de Las chicas no lloran funcionan como una novela de iniciación.

La máquina narrativa se desata cuando una niña se hace adulta, cuando se desarrolla su aparato reproductivo.

Como dice Fabián Casas, toda técnica de escritura es también una técnica de supervivencia, una técnica para la vida.

La técnica de Olivia parece ser el desapego: una frialdad asesina para narrar lo que se desarma.

Y esas cuotas de sangre y de forma, de tortuosidad mental y epifanía, hacen tanto más emocionante lo que sus cuentos revelan.

El mundo para los personajes de Olivia parece un parque de diversiones, un lugar para crecer bajo la consigna del riesgo. Pero si eso fuera todo su posición poética sería la de una francotiradora, la de una provocadora, y estos cuentos son pepitas de poesía, lírica eléctrica, alucinación serena.

Son poemas en prosa sobre el drama de entenderlo todo antes de tiempo. Incluso, sobre el drama de entender cómo se escribe, de que vivir es leer situaciones, ejercer un canibalismo sobre los hechos del mundo para obtener el destilado de los caramelos ácidos, de las placas de metal donde grabar el nombre, de una malla azul eléctrico con detalles naranjas y verdes, correlatos objetivos de las contradicciones emocionales a las que lleva habitar este mundo.

Olivia se inclina sobre el material caliente de la realidad para sacarle poesía.

Su desapego es el de una excavadora romántica.

A un personaje del cuento La primera letra le cuesta escribir la primera letra de su nombre. Quizás esa es una postulación de la autora sobre su propia poética: la clave secreta de su ficción se relaciona con la dificultad para nombrar, con la falta. El origen de la literatura es la falta.

El libro arranca sí con una provocación: “Por qué mierda no me puedo divertir todo el tiempo”, dice en el epígrafe Kate Moss, y hace eco con el título del libro (que cita a dos canciones icónicas de una generación anterior a la de Olivia, las de The Cure y Cindy Lauper); Las chicas no lloran está dedicado a la madre, y Kate Moss habla también de su madre. Olivia crea ahí un diálogo entre mujeres, disonante y reverberante. Como dice nuestra amiga Magalí, esta es la era de las mujeres y sobre esa ola, esa experiencia, ese movimiento se monta este libro, un coming of age brutalista y tierno, expresionista y revelador, que se juega, como toda buena literatura, tanto sobre lo que dice como sobre lo que calla.

Es en algún sentido también un libro sobre la adolescencia, esa época de la vida en la que queremos con la misma intensidad morir y vivir.

Son cuentos que terminan antes de terminar, que suspenden la escena, como un golpe que nos deja mudos. El material de la revelación queda trunco, las metáforas quedan truncas: bienvenida poesía de los que no se termina de decir.

Melancolía es el nombre elegante de la tristeza que da esta conciencia poética de la falta, este juego con los límites. Olivia se asoma a la confusión, a lo que nos droga, lo que nos distrae y nos confunde, a la frontera donde las cosas dejan de tener nombre; sólo así puede nombrar.

Resume su herencia sin abstracciones, sin teoría, con los detalles terrenos, los paisajes urbanos y costeros donde se hace adulta: hace poesía con materiales poco poéticos.

Padres culposos deshechos sobre la mesa de la cocina y una amiga que le acaricia los pómulos mientras la protagonista vomita: las amigas consuelan cuando nos asomamos a ese mundo que es a la vez hostil y divertido, cuando se produce el estallido hormonal de las identidades posibles.

Cuando uno es joven hace grandes anuncios para inventarse, inventa el advenimiento de nuevas eras. Olivia no: parece mirar las cosas desde este lado de las nuevas olas, con las antenas sabias del paso flagrante del tiempo.

Los cuentos de Olivia son lo nuevo porque saben que no lo son.

 

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