Por una literatura politeista

En la cuenta de Instagram La Gente Anda Leyendo, Guillermo Francella cuenta lo que le pasa cuando lee libros: “Yo necesito leer las primeras páginas y que algo me pase con la historia. Cuando veo que el autor se regodea, que le gusta leerse a sí mismo, que adereza cada frase y no llega al meollo, yo digo dale, dale, y veo que la dilata, que la dilata, entonces me pincho y abandono.”

 

Me hace acordar a Hugo, mi plomero. Bueno, no es mío, pero le faltan dos dedos de una mano. El otro día llegó con cara de cansado a casa. Venía a arreglar la válvula del inodoro. ¿Cómo va todo?, le dije. Bien, pero este fin de semana fisuré. El domingo arrancamos a tomar fernet a las once de la mañana y nos pusimos a tocar rockanroll. No lo tenía rockero; me contó que toca la batería. Tiene más bien el aspecto de un buen hombre trabajador y familiero de mi generación (quizás la última para la que el rock fue algo realmente significativo). Otra vez también llegó con cara rara y me contó que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía. El sábado anterior, durante la fiesta de quince de su hija, había muerto su madre.

 

Pero esto no es lo que quería contar sobre Hugo. Lo que quería contar –además de que es un excelente arreglatutti y cobra muy razonable– es que, hará diez años, un día tocó el timbre de mi casa en medio de un taller literario. Venía a arreglar una pérdida de agua en un caño de la cocina. Su reparación duró el exacto tiempo que Pablo Ottonello –entonces mi alumno; más tarde publicaría varios libros geniales– demoró en leer el cuento que había traído esa tarde. Se ve que Hugo lo oyó desde la cocina. Cuando bajé a abrirle, me dijo: “Che, no pasaba nada en el cuento que leyó el flaco”.

 

Katherine Mansfield tenía una postura parecida a la de Francella y Hugo. Su breve libro Preludio fue ignorado por completo, pero el impresor que lo compuso dijo al leer el manuscrito: “¡Increíble! ¡Estos son niños reales!”. Según su marido, John Middleton Murry, Mansfield prefería el elogio de la gente común. “Se apartó de la literatura moderna: de las obras contemporáneas, muy pocas le parecían veraces”. A la manera de Francella, Katherine solía decir: “Los escritores no son humildes”.

 

Un largo artículo sobre Agatha Christie que apareció en el último número de la London Review of Books llega a una conclusión parecida: hay un encanto en esos artistas que son capaces de llegar sin vueltas al corazón de los comunes.

 

Podríamos llamar a esta la posición populista acerca del gusto en el arte.

 

La otra posición es la posición snob: hay un grupo de expertos que decide qué es lo bueno, y lo bueno siempre tiene que ver con lo elaborado y lo complejo. El profesor japonés Kuwabara Takeo, especialista en literatura francesa, publicó en 1946 un artículo muy famoso contra el haiku, la tradicional composición poética japonesa. Le parecía que el haiku era un género que igualaba a los amateurs con los verdaderos artistas. “El arte, en la noción popular, es algo que todos pueden cumplir con un poquito de práctica. En tanto no se comprenda que el arte moderno es una búsqueda seria que exige una dedicación completa, y que la creación de un solo trabajo no significa el ascenso o degradación de un creador, no surgirá nada de valor artístico.” La posición snob sostiene con firmeza la existencia de jerarquías en el arte.

 

A veces esa posición calza bien con la conspiranoia anticapitalista. Por ejemplo, en este artículo, cuyo autor objeta “el criterio empresarial” de la escritora argentina Samanta Schweblin y su “facilidad para articularse con los nodos de poder”. “Las instancias de poder más cercanas al capital euro-yankee insisten en encumbrar las candidaturas a estrella propuestas desde los colosos de Planeta y Random House”, sostiene el autor, y después da una lista de los autores que le gustan a él. Cualquiera que haya trabajado en la industria del libro sabe que por cada operación de marketing que funciona hay diez que no, y que el derrotero de una autora de ficción de calidad como Schweblin, guste o no, tiene mucho más que ver con el azar y con un camino gradual de construcción de un público que con un maligno diseño de poder.

 

Personalmente, me pasa que, cuanto más leo y más trabajo como lector –o quizás: cuanto más pasan los años–, más me cuesta distinguir cuándo y por qué un texto es bueno. Tengo mis gustos, por supuesto, cada vez más restringidos y snobs. Hoy en día, sólo leo a:

 

1) autores que renuncian a la trama y que practican disimuladamente y con epifanías enrarecidas el sacramento de la confesión;

 

2) autores anglosajones que son a la vez de trama y de lenguaje y practican un realismo melancólico y encantado: para usar una frase de uno de ellos, John Cheever, colocada en un cuento a cuento de nada: esos autores son para mí reyes con trajes dorados que cabalgan por las montañas sobre los hombros de elefantes;

 

3) Borges.

 

Pero sé que algún día voy a cambiar y volveré a leer policiales y best sellers. Uno cambia. El otro día mi amigo Sebastián anunció en Instagram que regalaba la colección de revistas y diarios que registraban la época de oro de su club, Vélez Sarsfield. Sé que atraviesa una relación de baja intensidad con el fútbol (no pun intended: yo también, aun cuando soy hincha del caliente Rosario Central de Arroyito y no del frío Fortín de Liniers, atravieso un momento de baja intensidad futbolera). ¿Estás loco?, le dije. No regales tu identidad engañado por una etapa de la vida.

 

Borges lo sabía bien: en el cuento “El otro”, ya a los setenta, se imagina que se encuentra con él mismo cuando tenía veinte años, y el Borges viejo se burla de los ardores políticos y poéticos del joven.

 

Los gustos que hoy defendemos con pasión mañana serán otros.

 

La literatura, dice Juan Forn, es una religión politeísta. Podemos disfrutar de distintos tipos de libros. La posición snob y la posición populista conviven en cada uno de nosotros: nos gusta sentirnos parte de una minoría exclusiva y también nos gusta sentirnos parte de una comunidad más extensa. Quizás algún día Francella se ponga a leer el Ulises de Joyce.

 

Esta columna fue publicada originalmente en La Agenda el 30 de enero de 2019.

Escribir comentario

Comentarios: 0