Los años del medio

Domingo

Me mudo. Me rajo de la cueva en la calle Talcahuano en la que atravesé los años del medio: llegué con la energía feroz de un divorciado prematuro, me voy convertido en un hombre que se estableció.

Nunca me voy a olvidar de un gesto de Martín Llambí: todos los días de mi primera semana en Talcah se apareció con algo para comer los dos.

Cruzo de vuelta la avenida Santa Fe, esa frontera aspiracional. Te gentrificás, me dice Santillán. Lindos los barrios destruidos hasta que pasás los cuarenta, me dice Giaganti.

Anoche, la primera en Arenales, no podía dormir. Agarré el auto –prestado, todavía soy el pariente pobre– y me perdí en las autopistas porteñas. A las tres de la mañana, una pared de agua y balas de salva de granizo blanco me agarraron en la General Paz. Ramas gigantes de tipas patinaban como fantasmas del asfalto.

 

Lunes

Sigue lloviendo sobre el tejado del significado.

El sábado, los chicos del flete me tocaron el timbre de Talcahuano a las ocho, puntualísimo. Bajé a abrir y vi a un chico con anteojos de marco. Parecía más un estudiante de una facultad de ciencias continentales o un chico salido de una discoteca gay.

¿Todavía se dice discoteca gay? ¿Todavía se dice discoteca?

Un rato más tarde, mientras la lluvia aderezaba las cajas que bajaban, el otro mudador se quedó mirando un barquito adentro de una botella de vidrio mínima que había en un estante. ¿Dónde lo compraste?, me dijo. No sé, le dije, me lo regalaron. Es muy lindo, dijo.

Me gustaron estos mudadores millennials. No eran esos hombres rudos, desdeñosos, a los que mi cobardía teme, que me ponen nervioso. Estos no. Subían las escaleras en busca de otra caja chequeando las redes sociales en sus teléfonos.

Nunca mudamos tantas cajas, me dijo más tarde el del barquito. ¿Hace cuánto vivís acá? Diez años, le dije. Ah, qué raro. Nadie se muda después de tanto tiempo. Se mudan los que esperan familia, los tipos que se divorcian y la gente a la que se le vence el alquiler.

Tratar de hacer encajar todas tus cosas en la caja del camión es como jugar al tetris, me dijo después el de anteojos de marco.

Hoy vuelvo a Talcahuano a buscar cosas. Abajo está la banda del Mono, la banda de motoqueros, gente de los conventillos, miembros secundarios de barras de fútbol que para desde hace décadas justo en la puerta de la casa que abandono. Me saludan. Alguna vez participé lateralmente de sus correrías. Hoy, aburguesado, son uno de los motivos por los que me mudo.

Me obsesionan esos hombres rudos, que son felices en los veinte metros cuadrados delante del portal de mi casa, proveyéndose de alcohol en el súper chino, dándose todo el día, ahí parados, con sustancias que alteran el estado de ánimo. Gritan, forcejean, hacen el acting de la masculinidad verdadera, el acting del guerrero, de la fuerza física. Cuentan en gruñidos atonales sus hazañas de cuchilleros.

Me obsesionan sobre todo dos, el Pirincho y Josué. Están cerca de los cincuenta y viven en mi edificio. Volvieron hace poco a vivir en este consorcio de pretéritos, a vivir con sus padres, derrotados. No tienen trabajo. Se olvidan de todo curtiendo la poesía salomónica de la intoxicación.

Mientras bajo con tres sillas, Pirincho le está diciendo a un ocasional de la banda, emocionado: Sabés de dónde nos conocemos vos y yo, ¿no? ¿Te acordás? ¿La quinta de Moreno? ¿El asado de las Raspatías? De la banda de Abuelo, nos conocemos. No dice el Abuelo, con el artículo. Abuelo, dice.

Pirincho está orgulloso de haber sido un integrante del tercer anillo de la hinchada de Boca. Es su condecoración imaginaria, son las guerras que lo hicieron hombre; hoy empieza a recordar con melancolía, como yo, los trabajos y los días que cocieron su identidad.

Siento que podría haber sido uno de ellos, un desesperado jugando en el límite. Me separa de ellos el nacimiento y el azar, pero a mi cabeza de niño bien atribulado, sensible y cobarde siempre lo fascinó la marginalidad.

Por eso me identifica tanto Borges, también: él estaba fascinado con los hombres rudos, los que sabían matar.

Martes

Vuelvo a Talcah. Sigo llevando y trayendo cajas y sillas en estos feriados con lluvia.

Acá atravesé la guerra del campo, el 8N, la muerte de Néstor. Infinitas marchas a favor y en contra: las coreografías de la protesta en pos de un ítem en los presupuestos del Estado. Coordiné dos mil quinientos talleres literarios. Atravesé amistades que fueron mutando. Atravesé las relaciones peligrosas. Las infructuosas. Me enamoré de dos mujeres. Aprendí a trabajar. Aprendí a hacerme la cama todas las mañanas. Fui y vine por Diagonal; al Buenos Aires, a Loyola, al NH. Me acuerdo de la toma del año 14. De Brasil decime qué se siente, del cepo y más allá la inundación. Del 1A, del bailecito del 10D. De los 24M, los 8M: todos y todas pasaron por mis narices y yo las fui a visitar, las alojé. Fui parte y no fui parte. Cambiaron mis células y las de la patria, me conocí mejor a mí mismo; soy más parecido al que era en el año 85.

Acá fui padre partido por la mitad, la mitad del tiempo, hice el cursus honorem de la crianza compartida a distancia, judeocristiana, progresista en la práctica.

Sigo bancando este proyecto: salió bastante bien.

Vi nacer y morir redes sociales y me sumé a las olas de la ansiedad.

Todo vuelve.

El viernes a las siete de la tarde, dejé el auto de papá sobre Talcahuano y hubo un rulo, una resonancia final de la historia de mi masculinidad sensible, fallida. A las ocho me tocó el timbre Pirincho. Santiago, ¿vos tenés un Escort?, gritó en el portero eléctrico. Sí, le dije. Te lo están llevando, dijo. Bajé corriendo. La grúa lo tenía levantado. Una fila de autos y 39s marrones que llegaba a Tribunales tocaba bocina con furia de viernes a la noche. Juan puteaba al conductor de la grúa. Volaron un par de manos. Le mostré documentos y patente a la mujer policía. ¿Sabés quién soy yo?, le gritaba Pirincho al de la grúa. ¿Sabés quién soy yo? Y caminaba de acá para allá con el ansia que da la droga dura. Apretaba botones en su celular. Quería mostrar que tiene negocios con comisarios. Los de la grúa descargaron el auto. La patota, la banda por la que me mudé, Pirincho, el Mono y su ballet, terminaron dándome una mano en mi última noche en Talcahuano.

Best friends forever.

 

Miércoles

 

Llega el tipo de Fibertel. Me pregunta dónde voy a poner la tele. Vacilo: en mi cuarto no entra, en el de Benita sí pero ella al rato me dice por WhatsApp que no quiere tele en su cuarto; en el de León entonces. Mientras el tipo tira cables desde la terraza, llega Valeria. Voy al baño. Salgo y el tipo le está contando mis dudas a Valeria. Se burla de mí. Valeria –una de las dos mujeres de las que me enamoré durante mi estadía en Talcahuano– se ríe, cómplice con el tipo. Sí, le dice, Santiago tarda, tarda, tarda, pero al final llega.

Mientras bajo en el ascensor para abrirle, el tipo me cuenta que es muy distinto instalar el cable a un lado y a otro de Santa Fe. De este lado son todos viejos hinchapelotas, me dice.

 

Jueves

En el subte, miro el celular de una chica que juega a un tetris con globitos, y tengo una epifanía, pero ahora que estoy frente a la máquina no sé explicarla.

Katie Ledecky

El tetris, como la locura, es dar vueltas en círculos sin sentido: hacer lo mismo esperando resultados diferentes. El arte o el amor, en cambio, también son circulares, pero se las arreglan de algún modo para armar el moño del sentido.

A veces me cuesta distinguir uno de otro: a veces me enredo en el rulo de la neurosis.

Mandé a enmarcar un afiche que encontró mi tía Josefina. Era de mi abuelo paterno, un self made man de la Argentina de la movilidad social ascendente nacido en un conventillo. Es un afiche político de los años cuarenta. Tiene la foto de un tipo y dice Bienvenido Bramuglia. Bramuglia fue el primer canciller de Perón. Me gusta ese guiño anacrónico a la nomenclatura de segundo o tercer orden. Lo voy a colgar en la pared que da a la puerta de entrada al nuevo departamento.

Mi otro abuelo le vendió su campo, donde se crió mi mamá, al abuelo de Fede, que cuarenta años más tarde sería mi alumno de taller y amigo. Hace un mes, por invitación de Fede, llevé a mi mamá a Tacuarí. Ni bien llegó, señaló un cañón que había en el parque y dijo: “¡El cañón de la batalla de La Verde!”. Lo había comprado Quico, mi abuelo, hace mil años. Quico coleccionaba objetos de las guerras civiles (y así fue que dilapidó su herencia): en el living de la casa de mis padres siempre hubo una divisa punzó original.

En la batalla de La Verde murió el abuelo de Borges. Se lanzó suicida contra las filas enemigas, desgarrado entre su lealtad a Mitre y a Sarmiento, cuyos bandos se enfrentaban. Esa muerte de un guerrero obsesionó siempre a Borges, y es el hecho fundador de su literatura.

 

Viernes

Me despierto con el prólogo del libro de Carlitos Eguía en la cabeza. Lo dicto en el celular. Me ducho y lo escribo. Lo siento un poco elevado y chamuyero. Empieza así: Debo confesar que me interesa cada vez menos la literatura y cada más las personas que están detrás de ella.

Pasa por mi timeline el título de una entrevista de Gustavo Noriega y Luciana Vázquez a Alejandro Rozitchner: “Estoy en crisis con el mundo de los libros”.

Me llegan nueve libros que, en una noche de descontrol, encargué por Amazon. Son libros de distinto tipo sobre escribir. Me gusta tenerlos, me gusta la idea de leerlos, aunque supongo que es probable que no los vaya a leer nunca.

Katie Ledecky

Un arsenal de frases y conceptos que me dan seguridad. Los libros: me escondo, me refugio en ellos. La reflexión me libra de la acción, y me pierdo en ella. Tardé cuarenta años –los años del medio– en llegar a una síntesis. Pero aun así, aprendido, más o menos adaptado a los cánones del mundo, veo cada vez más las fallas, las fisuras de mi mente.

Soy, por cobardía, profundamente conservador.

Escribo un poema: “Subo a la autopista del sur un domingo / a las cuatro de la mañana / y una larga marcha de camiones, / un camping transportador, / se instaló sobre los carriles / que me llevan al futuro. // Está todo cortado / hasta las seis de la mañana / porque están colocando carteles. / Señales, flechas, indicaciones / que organicen nuestro paso / por el carril existencial. / Me quedo varado unos minutos / y después avanzo entre los camiones parados / y después sigo a otro por la banquina. / Me bajo en Entre Ríos / y sigo a Ezeiza / por las calles internas de los barrios del Oeste. / Al lado mío van taxis y autos / guiados por el Dios de la Orientación. / Cada paso que damos es metafísico / y estamos ansiosos por llegar a ningún lugar. / Distinguimos entre la locura y la normalidad: / entre dar vuelta en círculos / y encontrar el destino, el sentido. / Pagamos el peaje del amor, el del contacto / para no quedar dando vueltas en la calesita de la neurosis. / Retomo la autopista iluminada / y llego al aeropuerto donde sueñan / los androides con corderos eléctricos. / Ahí estás vos, volviste de Nueva York. / Tenés puesto un buzo naranja / y venís serio con tu carry on. / Hacemos nuestro saludo de basquetbolista / (el que Jara inventó para nosotros / cuando eras chico y él vivía en nuestro altillo) / y te doy un abrazo. / León Llach y su padre vuelven en la madrugada / por el carril de la hombría parca. / Las luces de la ciudad del Restaurador de las Leyes / empiezan a prenderse.”

Sábado

 

Leo a una poeta americana, Claudia Rankine.

De repente, en la burbuja a la que me destinan los algoritmos, el mundo intelectual se llenó de conciencia social. Es un mundo de escritores comprometidos, con opiniones fuertes sobre lo que los rodea. Yo intento abstenerme de esa toma de posición, de los posteos de mi exceso mental.

En Talcahuano, estuve diez años con la ducha a poquísima presión. Había que abrir otras canillas para que saliera caliente; era un quilombo. Pasó toda la infancia de mis hijos. Una semana antes de mudarme, compré una bomba por 1500 pesos y el agua de la ducha salió a borbotones, caliente y mágica.

El hilo delicado de V. sigue cliqueando en mi corazón.

Tenis y día largo y estresante porque llego con lo justo a leer Othello. Al taller de lectura viene un chico hablador, fuera de la estructura de sentimientos del grupo: seguramente dure poco. Reivindica a Iago, el manipulador rencoroso, contra Othello. Descubrimos que se habla mucho de que Iago está enamorado de Othello. Una búsqueda común en Google es “othello’s gay friend”.

 

Domingo

Almuerzo familiar en un restaurante.

A la salida, voy solo al Bellas Artes. Lo primero que veo son cuatro cuadros chicos de mi pintor favorito.

Invernada del Ejército Grande:

 

ganchos

Lo miro un rato largo y después me voy.

Este texto fue publicado en la sección Diario del domingo de La Agenda, la revista cultural de la ciudad de Buenos Aires, el 6 de mayo de 2018.

 

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