Cultores de la poesía secreta

 

Domingo

Tenis con Nico en Parque Norte, esa construcción soviético-thaysiana del sindicato de Comercio. Atrás de nuestra cancha 12, una arboledita variada: reconozco pinos, eucaliptus, un ceibo, un lapacho. Me gustaría tener el poder de nombrar lo singular. Sobre la cancha, hojas secas de los eucaliptus, hormigas, piedras, sustancias en movimiento que lleva y trae el viento. Una máquina cortadora de césped, invisible, aúlla atrás del bosquecito. Pienso en el hombre que la maneja, que trabaja un 31 de diciembre al mediodía. Al rato aparece, el hombre. Envuelto en el mameluco azul de los cancheros. Riega la cancha de al lado.Tiro una bola afuera. La esfera fosforescente rebota contra el fondo, va hacia la cancha de al lado y rueda hasta un charco. Pienso en la relación de un canchero con una cancha de tenis. La riega, la cuida, la amansa. Todos los días. Incluso los 31 de diciembre. Pienso en los cancheros del Buenos Aires al que iba yo en los años ochenta, envueltos en los mismos mamelucos. Trabajadores. Se paseaban por ahi y de algún modo eran el terror de las chicas, las niñas, adolescentes que también se paseaban por ahí en pollerita de tenis.

Ayer fui a ver Paterson, de Jarmusch, con Eva, al Arte Multiplex de Belgrano. Después caminamos y fuimos a comer a un local de una cadena seudoneoyorquina sobre la calle Juramento. Comimos ensalada y limonada. Hablamos de amores y fuimos a tomar un helado. Recorrimos algunas cuadras. Tomamos un Uber y la dejé en su casa. Cuando estaba llegando a la mía, se largó la tormenta y arrasó con 2017.

Paterson: identificación completa con el colectivero poeta de New Jersey. Los que escribimos llevamos una vida desdoblada, vivimos y nos miramos vivir, tomamos notas mentales para nuestros poemas secretos.

 

Lunes

Noche de lunes, la primera del año. Mis hijos están de vacaciones. Paso un rato por lo de mis padres, mudados hace poco desde el suburbio atildado donde vivieron desde el 75 a un barrio más céntrico, más geriátrico. No tengo pareja hace años y el nido se va vaciando: no esperaba estar tan solo tan rápido. Los hijos proveen un sentido que dura, como mucho, veinte años. They are leaving home…

Camino por la vereda de Libertador, de Ugarteche a Coronel Díaz, la vereda Oeste. Grandes edificios racionalistas y franceses con entradas con techos altos. Concesionarias con autos de lujo. Un mundo del que me quedo afuera. Una mezcla insensata de mandatos y angustia por no pertenecer, por no tener una vida amable y con élan. Me cruzo con peatones que van por la vereda ancha y parisina en ese momento incierto del año y de la semana. El calor desabriga las conciencias, les da ligereza, opacidad.

Decidí sumarme a la lectura colectiva de la Divina Comedia en Twitter organizada por Pablo Maurette, un escritor y profesor de literatura nacido en 1979 que vive en Chicago. Definición de buena idea: encajar un impulso humano básico con algo que está en el aire de la época y mover algo, generar sentidos nuevos. #Dante2018 es una buena idea y también es un poco circular: Twitter es una comedia dantesca, demasiado humana.

Resolución de Año Nuevo: leer más libros. Mejor forma de lograrlo, autoengañándome un poco: leyendo libros cortos, libros de poesía. Cada vez me cuesta más leer literatura, lo que llamamos literatura.

Leo Cuaderno San Martín, el libro de Borges de 1929 que completa su trilogía de libros de poesía autorizados de los años veinte, de su juventud ardorosa e yrigoyenista en la que redescubre, con afectación de exiliado adolescente, Buenos Aires, una Buenos Aires en ebullición que ya no es la de su padre, escritor bohemio y fracasado de las primeras décadas del XX. Es un Borges con maneras exageradas y pasión sublimada, bastante sexual. La primera edición de Cuaderno… tiró 250 ejemplares: dato consolador para los que cultivamos la poesía secreta. Tiene dos poemas grabados en la curtiembre acústica de la poesía de acá: “Fundación mítica de Buenos Aires” e “Isidoro Acevedo”, que es el primero de los muchos ajustes de cuentas –ajustes de nudos emotivos– que Borges hará con sus abuelos, coroneles de la causa unitaria.

Borges encabeza el libro con una cita de un tal FitzGerald, que dice que los poetas son hombres ociosos y con música en el alma, que no le hacen daño a nadie.

Antes de dormir juego al ajedrez online, mi adicción del momento.

 

Martes

Me escribe Charly para ir a almorzar. Es psicólogo y viene a su consultorio a una cuadra de casa todos los martes y jueves, pero nunca nos vimos desde que vivo acá, hace diez años. En algún momento dejé de ver a mis amigos del colegio, y de repente este año los vi tres o cuatro veces y me sorprende qué rápido pasó todo: pasaron la guerra y la paz del matrimonio y la paternidad y acá estamos, del otro lado, convertidos en nuestros padres, esos hombres sombríos, ocupados, vividos, conservadores, cansados de quienes nos reíamos ayer, hace veinticinco años que pasaron raspando. Me confundo la hora y llego tarde al Club del Progreso (algún día escribiré una oda al Club del Progreso). Nos quedan cuarenta minutos para ponernos al día y almorzar. Pasada la mitad del camino de la vida, la conexión química con mi viejo amigo es instantánea. A la amistad se la cultiva, sí, pero los años hacen algo con los hombres. En el cara a cara, los ponen más de acuerdo.

Una amiga me invita a su programa de radio. Hablo de la Divina Comedia (tema del que lo ignoro casi todo) y leo poemas. Cuando voy a una radio, siempre tengo la sensación de que no escucha nadie. Escuchar radio me parece una actividad exótica; hace décadas que no lo hago.

Leo El negro Atari, de Oscar Fariña, un poeta que escribió una versión cumbiera del Martín Fierro. Son poemas de soledad plebeya y del reviente resignado de los treinta. Tiene un soneto al Pacman, otro al Super Mario Bros y otro al Tetris. Cuando se despoja de su máscara desafiante y escribe sobre la neurosis de escribir, logra exponer con ternura el desamparo emotivo. Me gustan el título “La canción del paréntesis que no cierra” y el verso “el hermano que no tengo es el traductor que yo no soy”.

Miércoles

Voy al banco a retirar unos dólares que le compré a Rosa, la señora que viene los miércoles a trabajar en casa. Rosa ahorra mucho más que yo; bueno, para ser más preciso: ahorra, y yo no. Saco el número para la caja en la máquina de la sucursal Paraná: C21, y espero, espero un rato, mirando al resto de los clientes que, secos de celular, chequean ansiosamente la lenta aparición de nuevas cifras en la pantalla. Miro, también, los videos promocionales del banco. Están en mute y son los de la famosa pareja del Galicia. Me reconcilio con esa ficción, esa serie salteada, que busca y encuentra un sentido en la persistencia, la ironía y el consumismo y su angustia y en la pareja como empresa económica.

Vuelvo. Pregunto a mis contactos en Twitter y en Facebook qué libros los hicieron sentir bien. Es para mi próxima colaboración en Infobae (la primera salió ayer: son listas de libros; la de ayer era una lista de grandes historias de amor).

Me escribe Julia sobre el libro La analfabeta, de la húngara Agota Kristof.

“Hoy me dijeron, abajo de la sombrilla, que hay que contemplar el misterio sin tratar de entenderlo. Hablábamos de desgracias inexplicables, como la muerte de ese niño de tres años que se cayó de una ventana ayer. ¿Sabés lo que me cuesta a mí contemplar el misterio sin tratar de entenderlo? Yo hubiera empezado a preguntarme por qué pasó eso, si el mosquitero de la ventana estaría mal puesto, si fui descuidada, si el descuidado fue otro, cómo podría haberlo prevenido. Creo que lo que me hizo sentir bien de Agota es su capacidad de contemplar el misterio (la guerra, la pobreza, el desarraigo) al punto de quedarse sin palabras, de no entender literalmente nada; y finalmente encontrar la redención con otra vida, en otra lengua. Es difícil decir qué nos hace sentir bien cuando leemos, por eso te pedí esa lista, porque en realidad yo no lo sé. Si me pongo a pensar, me hace sentir bien identificarme (por ejemplo, Agota dice que cuando es chica no puede parar de leer y la acusan de perezosa y de no estar haciendo nada útil y justo había escrito algo de eso en mi diario y creo que debe ser una sensación universal para toda esa gente que es más bien contemplativa); me hace sentir bien su destreza para escribir: cuando alguien hace algo tan bien y sin aparente esfuerzo que parece simple, como la paloma de Picasso; me hace sentir bien porque me conmueve y me llega al corazón y porque nunca es triste aunque es triste; me hace sentir bien la gente fallada y consciente de sus fallas. Me hacen sentir bien las historias autobiográficas porque no hay nada que me conmueva más que lo que tiene verdad. Casi todos los libros que me hacen sentir bien, como ese, es porque me sobrecogen con lo que dicen y con su manera de decir.

Doy taller.

Leo La analfabeta, un librito inspirador, breve autobiografía de escritora.

“¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz.

De lo que sí estoy segura es que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua.”

Es mi tema de la semana y del año. Entiendo que escribir es un modo de vivir, un proceso en el cual a través de anotaciones, de registros a lo largo de las décadas, buscás saber quién sos. Lo relaciono con las personas que se demoran en elaborar sus procesos emocionales; o al menos es lo que me pasa a mí.

Jueves

Responde a mi consulta en Twitter Alejo Schapire, un periodista argentino que vive en Francia:

“Los libros que te hacen bien son los que te permiten asimilar el mal. No tirar para arriba, sino hacerte integrar los hechos negativos y el mal de época. A respirar bajo el agua. Creo.”

Doy un taller a la mañana, otro a las tres de la tarde, otro a las siete.

Durante uno de los talleres, le escribo un poema a León y se lo mando.

Voy a comer con Gonzalo, Sebastián y Ramiro a Los Galgos, ese insólito enclave hipster en la sordidez del centro. Son amigos recientes y hay algo ahí que está bueno; la charla fluye amable, fluyen nuestras preocupaciones neuróticas por la política, la literatura, las mujeres. Repasamos el casamiento de Gonzalo, el trabajo que perdió Sebastián (se lo toma con soda) y a los parientes de Ramiro que son políticos en una provincia del sur. Chorros, según él.

Viernes

Me acosté tarde anoche y me despierto temprano para ir a jugar al tenis. Son las siete de la mañana y en la esquina de Talcahuano y Corrientes un anciano intenta robarme un taxi. Lo logra, pero antes forcejeamos con el picaporte y discutimos en voz alta. Los mozos de Banchero, que son amigos, salen a mirar y no pueden creer que soy yo, peleando con un anciano. Me estoy convirtiendo rápidamente en Larry David.

 

Ashbery, en un fanzine publicado por la editorial gourmet/copada/indie Fadel & Fadel llamado Respeto por las cosas como son: “Claramente, Fairfield Porter fue sólo el último de una larga fila de ignorantes brillantes que, cada tanto, encarnan el genio estadounidense, desde Emerson y Thoreau hasta Whitman y Dickinson hasta Wallace Stevens y Marianne Moore. El título de un poema de esta última, ‘Desconfianza al mérito’, los representa a todos.”

Quinto libro del año. Hay que decir que la sonoridad de su nombre y apellido, John Ashbery, le sumó mucho a su condición de poeta laureado.

Otra de Ashbery: “Porter aborrecía el ‘arte como sociología’, al artista para quien ‘el arte es la materia prima de una fábrica que produce una mercancía llamada comprensión’”. Ashbery defiende con Porter el arte por el arte. Yo no sé: no puedo dejar de ver ahí una supresión forzada de lo emocional, un esnobismo medio exagerado. ¿Hay alguien que no participe del mercado de la comprensión?

Sábado

Duermo, por fin, ocho horas. Edito el texto semanal de ficción que sale en La Agenda.

Llegan los alumnos. Una escribió un texto sobre su novio que tiene un tumor maligno. Otra, uno sobre una chica con quien su ex le fue infiel. Uno, un texto sobre otro taller literario al que fue. Otro, un texto ficcional que parece real sobre un burnout de un ingeniero agrónomo dedicado al negocio de la importación de paltas de México a Estados Unidos. Otro, unos poemas con epifanías urbanas y familiares. Se van los de la mañana. Pido un pollo con papas rejilla en Pollo Track. En vez de escribir este diario, como planeaba, duermo una siesta. Me baño. Llegan los alumnos de la tarde. Una lee un texto sobre una agresión en Twitter. Otra uno, familiar y sordamente emotivo, sobre cómo no puede escribir un balance del año. Otro, uno sobre un viaje en subte y un amor clandestino entre compañeros de trabajo.

Benita se quedó un par de días en lo de un amigo, en Uruguay. Vuelve el martes. León llega en un rato de Uruguay con Marina y mañana se va por primera vez de vacaciones solo, a Carlos Paz.

Leo Cabeza de buey, libro de Daniel Durand, un poeta que cuando yo era joven era legendario porque se negaba a publicar. Es el Fabián Casas secreto. Me dijeron que está viviendo en Hawai o en Fiji o en la isla de Pascua, no me acuerdo. Son poemas bajos, ásperos, sexuales, metaliterarios de una literatura de la desesperación y el resentimiento. Ironiza sobre la poesía secreta: “Me gustaría escribirme libros / publicármelos y regalármelos, / que me calmen y nunca / tener ganas de mostrárselos a nadie.”

 

Este texto fue publicado en la sección Diario del domingo de La Agenda, la revista cultural de la ciudad de Buenos Aires, el 7 de enero de 2018. 

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